haideé iglesias
A diferencia del budismo, muy pocos métodos psicológicos abordan el problema de reducir el sentimiento de la importancia del yo, reducción que, para el sabio, va hasta la erradicación del ego. Sin duda es una idea nueva, incluso subversiva, en Occidente, que considera al yo el elemento fundador de la personalidad. ¿Erradicar totalmente el ego?. Entonces, ¿yo ya no existo? ¿Cómo se puede concebir un individuo sin yo, sin ego? Semejante concepción, ¿no es psíquicamente peligrosa? ¿No nos exponemos a caer en una forma de esquizofrenia? La ausencia de ego o un ego débil, ¿no son signos clínicos que revelan una patología más o menos grave? ¿No es preciso disponer de una personalidad construida antes de poder renunciar al ego? Esta es la reacción defensiva de todo Occidente frente a esas nociones poco familiares. La idea de que es necesario tener un yo sólido se debe al hecho de que las personas que padecen transtornos psíquicos supuestamente tienen un yo fragmentado frágil y deficiente.
La psicología infantil describe cómo aprende un bebé a conocer el mundo, a situarse poco a poco en relación con su madre, con su padre y con los que le rodean; como comprende, a la edad de un año, que su madre y él son dos seres distintos, que el mundo no es simplemente una extensión de sí mismo y que él puede ser la causa de una serie de acontecimientos. A esta toma de conciencia se le da el nombre de "nacimiento psicológico". A partir de este momento concebimos al individuo como una personalidad, idealmente estable, afianzada, basada en la creencia de que existe un yo. La educación parental y más tarde escolar refuerza esta noción que recorre toda nuestra literatura y nuestra historia. En un sentido, podemos decir que la creencia en un yo establecido es uno de los rasgos dominantes de nuestra civilización. ¿Acaso no se habla de forjar personalidades fuertes, resistentes, adaptadas, combativas?
Eso es confundir ego y confianza en uno mismo. El ego sólo puede proporcionar una confianza falsa, construida sobre atributos precarios –poder, éxito, belleza y fuerza física, talento intelectual, opinión de los demás– y sobre todo aquello que creemos que constituye nuestra "identidad", a nuestros ojos y a los de los demás. Cuando las cosas cambian y el desfase con la realidad se hace demasiado grande, el ego se irrita, se crispa y se tambalea. La confianza en uno mismo se viene abajo, sólo queda frustración y sufrimiento.
Para el budismo, una confianza en uno mismo diga de tal nombre es algo muy distinto. Es una cualidad natural de la ausencia del ego. Disipar la ilusión del ego es liberarse de una vulnerabilidad fundamental. El sentimiento de seguridad que proporciona semejante ilusión es, en efecto, eminentemente frágil. La confianza auténtica nace del reconocimiento de la verdadera naturaleza de las cosas y de una toma de conciencia de nuestra cualidad fundamental, lo que el budismo llama, como hemos visto, la "naturaleza de Buda", presente en todos los seres. Esta cualidad aporta una fuerza apacible que ya no se ve amenazada ni por las circunstancias exteriores ni por los miedos interiores, una libertad más allá de la fascinación y del temor.
Otra idea extendida es que, cuando no hay un "yo" fuerte, apenas sentimos emociones y la vida se vuelve terriblemente monótona. Carecemos de creatividad, de espíritu de aventura, en resumen, de personalidad. Miremos a nuestro alrededor a los que manifiestan un "ego" bien desarrollado, incluso hipertrofiado. Hay para dar y vender. Los reyes del "yo soy el más fuerte, el más famoso, el más influyente, el más rico y el más poderosos" no escasean. ¿Quienes, por el contrario, han reducido al mínimo la importancia del ego para abrirse a los demás? Sócrates, Diógenes, el Buda, Jesús, los Padres del desierto, Gandhi, la madre Teresa, el Dalai Lama, Nelson Mandela... y muchos más que trabajan en el anonimato.
La experiencia demuestras que los que han sabido liberarse un poco del yugo del ego piensan y actúan con una espontaneidad y una libertad que, afortunadamente, contrasta con la constante paranoia que provocan los caprichos de un yo triunfal. Escuchemos a Paul Ekman, uno de los especialistas más eminentes en la ciencia de las emociones, que estudia sobre todo a los que considera "personas dotadas de cualidades humanas excepcionales". Entre los rasgos relevantes que ha observado en ellas figuran "una impresión de bondad, una calidad de ser que los demás perciben y aprecian y, a diferencia de numerosos charlatanes carismáticos, una adecuación perfecta entre la vida privada y su vida pública". Pero sobre todo señala Paul Ekman, "una ausencia de ego: esas personas inspiran a los demás por el poco caso que hacen de su posición social, de su fama, en resumen de su yo. No se preocupan lo más mínimo de saber si su posición o su importancia son reconocidas". Semejante ausencia de egocentrismo, añade, "es lisa y llanamente desconcertante desde un punto de vista psicológico". Ekman también subraya que la "gente aspira instintivamente a estar en su compañía y que, aunque no siempre saben explicar por qué, su presencia les parece enriquecedora". Tales cualidades presentan un contraste sorprendente con los defectos de los campeones del ego, cuya presencia resulta como mínimo entristecedora, cuando no nauseabunda. Entre el teatro grandilocuente o, en ocasiones, el infierno violento del ego rey y la cálida sencillez del sin ego, la elección no parece difícil.
Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo en ese punto, ni mucho menos. Pascal Bruckner, por ejemplo,: "En contra de lo que nos repiten hasta la saciedad muchas religiones orientales, hay que rehabilitar el ego, el amor a uno mismo, la vanidad, el narcisismo, cosas excelentes todas ellas cuando trabajan para reforzar nuestro poder". Esta afirmación se acerca más a la definición de un dictador que de Gandhi o Martin Luther KIng. De hecho, es la tentación totalitaria, dar el máximo de poder al ego pensando que va a solucionarlo todo y reconstruir el mundo a su imagen y semejanza. ¿El resultado no es Hitler, Stalin, Mao y el Gran Hermano? Megalómanos que no soportan que la menor parcela del mundo no sea como ellos desean.
Porque existe una gran confusión entre poder y fortaleza. El poder es un instrumento que puede matar o sanar; la fortaleza, lo que permite atravesar las tormentas de la existencia con un valor y una serenidad invencibles. Y esa fuerza interior nace precisamente de una verdadera libertad respecto a la tiranía del ego. La idea de que es necesario un ego poderoso para triunfar en la vida procede sin duda de una confusión entre el apego al yo, a nuestra imagen, y la fortaleza, la determinación indispensable para realizar nuestras aspiraciones profundas. De hecho, cuando menos influido se esté por el sentimiento de la importancia de uno mismo, más fácil resulta adquirir una fuerza interior duradera. La razón es sencilla: el sentimiento de la importancia de uno mismo constituye un blanco expuesto a toda clase de proyectiles mentales –celos, miedo, avidez, repulsión– que no cesan de desestabilizarlo.
Matthieu Ricard
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La paz es el camino y la humildad sus pies -.-